(el siguiente cuento lo escribí en plena enajenación mental transitoria para una convocatoria del grupo cuentoyó —del que hablaré en otra ocasión— cuyo tema era «Poderes o Superpoderes». Si les parece una tontería, es porque probablemente lo sea.)
La carcajada del Dr. Cenizo se quebró en el mismo instante en que Mr. Estupendo detenía el asteroide de un cabezazo y lo enviaba de vuelta al espacio, salvando el mundo una vez más. La quinta en lo que iba de mes, si Espantadizo no se equivocaba, y la tercera en que aquel idiota cerebro de mosquito frustraba los planes del malvado científico.
El propio Espantadizo se materializó de nuevo, justo a tiempo de ver a Aura Empática correr a los brazos de Mr. Estupendo por enésima vez. Apartó la cabeza para no ver el beso, que sin embargo oyó como si sorbieran un flash de fresa junto a su oído. Tener el poder de provocar cualquier sensación con el tacto, suponía Espantadizo, hacía que un piercing en la lengua resultara, en comparación, tan sexy como un jersey de cuello de tortuga. Cabrón suertudo.
Al otro lado, el Dr. Cenizo suspiró y dejó caer los hombros con visible resignación. Sin una palabra montó en su moto y arrancó. Espantadizo lo observó alejarse mientras se preguntaba qué le haría seguir tan empeñado en sus planes como un perro en perseguirse el rabo. Se echó a reír al darse cuenta de que podía aplicarse el cuento a sí mismo.
Sólo entonces repararon en él.
—Vaya, Espantadizo, desapareciste otra vez en el momento oportuno —le espetó Aura Empática, aún abrazada a Mr. Estupendo—. Qué sorpresa.
—Bueno, yo… cambié de fase y…
Espantadizo se interrumpió y sacudió la cabeza. Desde luego, lo mismo daría que su poder fuera hacerse invisible, tal y como ellos se empeñaban en creer. De nada habría servido decirle que acababa de salvar el mundo por su cuenta. En un Universo alternativo, eso sí, pero lo había salvado él solito, viajando atrás en el tiempo y saboteando el lanzamiento del asteroide. No, ella —la Aura Empática de ese Universo— jamás lo vería.
—¿Estabas desfasado, eh? —insistió en burlarse ella mientras los tres ascendían la rampa del aerodeslizador para regresar a su guarida—. Eso explica tantas cosas…
—Vamos, mujer, no seas así —le reprendió Mr. Estupendo con aquella condescendencia marca de la casa—. Espantadizo hace lo que puede por ayudarnos.
Espantadizo. Mandaba huevos el mote.
Ahora que lo pensaba, tenía más cosas en común con el Dr. Cenizo de lo que le hubiera gustado admitir. Ambos estaban empecinados en alcanzar lo imposible. Ambos odiaban su apodo, por el que habían protestado en numerosas ocasiones —incluso en televisión—, y ambos habían sido sistemáticamente ignorados.
Miró a Mr. Estupendo iniciar los controles y elevar la enorme nave con la suavidad de una pluma. No sólo era alto y apuesto, sino que ni siquiera se había despeinado aquel estúpido tupé.
La vida era injusta. Cabizbajo, Espantadizo se abrochó el cinturón y recorrió con mirada furtiva la barbilla y la nariz de Aura Empática, sentada junto a su gran héroe. Los ojos le brillaban, y su sonrisa… bueno, su sonrisa era la misma que le desarmó completamente la primera vez que se vieron, en la primera reunión internacional de justicieros. Si tan sólo en aquella ocasión —o ahora — se la hubiera dirigido a él, y no a aquel zopenco…
Ya por aquel entonces, Mr. Estupendo era famoso por sus hazañas. Si aquellas mutaciones genéticas que provocaban los poderes eran consecuencia, como se decía, de la ingesta de alimentos transgénicos, entonces estaba claro que Mr. Estupendo no había probado la comida natural en su puñetera vida. Tras una década de desmotivación generalizada, el libro Guinness de los records se había visto obligado a limitar a Mr. Estupendo a una sola categoría honorífica, y es que a nadie se le escapaba que el superhéroe era el mejor absolutamente en todo, incluso, claro, en ser «el mejor».
En cambio su poder… su mierda de poder… Espantadizo chasqueó la lengua. De todo un mundo que había aceptado la situación, y en el que la mayoría de las mutaciones eran triviales e inofensivas, la suya era la más inútil de todas. El hijo de su vecina contestaba en chino al repartidor del restaurante de la esquina y se tragaba las películas de Bollywood y los dibujos japoneses en versión original sin subtítulos; la secretaria de su jefe podía devorarse las obras completas de Nora Jones en cuestión de horas mientras su marido vagaba por tierras remotas, su cuerpo sentado plácidamente en el sofá —probablemente el secreto de un matrimonio exitoso, por otra parte—; su sobrina Margarita manipulaba las nubes, dándoles forma de caballos, manzanas o naves espaciales… ¡Carajo, si incluso la mutación de su peluquero, que siempre adivinaba la siguiente canción que echarían por la radio, era más útil que la suya!
Porque, ¿de qué le servía su poder? Desde luego, si alguien soñaba con semejante poder era simplemente porque no lo tenía. Era capaz de viajar en el tiempo y en el espacio, de acuerdo, de saltar a tantas realidades paralelas que darían dolor de cabeza a un guionista de televisión, sí, pero no había nada más frustrante que comprobar, una y otra vez, que nada, absolutamente nada de lo que hiciera en esas realidades tenía el más mínimo efecto en la suya propia, en su presente. Sí, claro, los Universos paralelos se alteraban a su paso, pero…
No, ser el amo y señor de millones de Universos no sirve de nada si eres incapaz de impresionar a la chica de la que estás perdidamente enamorado.
Y es que a él no podía interesarle una chica más normal, no. Una que no tuvieras que salvar el mundo para se fijara en ti.
Había otras Auras Empáticas, claro que las había. A veces la diferencia era sutil, otras muy evidente. Algunas eran más agradables, otras más bordes, unas cuantas se dejaban impresionar por menos de nada, y eran de lo más complacientes… por haber, las había incluso que usaban sus diferentes poderes para hacer el mal.
Pero todas tenían el mismo problema. No eran ella.
Espantadizo suspiró y procuró abstraerse de las obscenas insinuaciones que Aura Empática lanzaba a su Mr. Estupendo. Las nubes pasaban veloces junto a ellos.
Sólo entonces se le ocurrió. Siempre había intentado que algo perdurara tras el salto de vuelta, sin éxito. Pero nunca se le había ocurrido llevársela a ella consigo.
Funcionaría, sí. Si podía llevar su traje consigo, ¿por qué no podría llevar a alguien más? Se desabrochó el cinturón, caminó hasta el asiento de ella y la agarró con ambas manos. Se la llevaría lejos, más lejos de lo que había ido jamás.
—¡Eh! ¿Qué haces? —chilló Aura Empática—. ¡Suéltame, suéltame!
Concentrado, los párpados fuertemente apretados, Espantadizo hizo lo que pudo por ignorar el terror con que ella lo atenazaba. Estuvo a punto de soltarla y correr por su vida, pero siguió adelante. Apenas la escuchó insultarle mientras trataba de zafarse. Y apenas notó los enormes dedos de Mr. Estupendo cerrarse en torno a su brazo, justo en el momento del salto.
El espacio se dobló sobre sí mismo en un instante que pareció una eternidad. Pero esta vez hubo algo distinto. Al abrirse de nuevo al otro lado, las dimensiones se le pegaron como una telaraña vibrante, y desprendieron una luz lechosa que se derramó a su alrededor hasta cegarle.
Cuando volvió en sí, deambulaba por un pasillo. Una vaga sensación de satisfacción le recorría. Sí, ella —bueno, él también— estaba allí, en alguna parte.
Abrió una puerta; al principio no reconoció el rostro en aquel espejo. Se parecía a él, pero tenía los ojos llenos de legañas, y estaba surcado por el acné. Sus manos agarraron cepillo y pasta de dientes en una rutina puramente mecánica.
Aturdido, se detuvo y se estudió en silencio. En algún momento del salto, alguien había tenido la brillante ocurrencia de cambiar su traje por un pijama. Los mismos colores, sí, pero ni la mitad de glamour. Una rápida mirada por la ventana le hizo sospechar que aquello no era lo único diferente en aquel Universo.
No había gente volando por la calle, nadie corría como el rayo de camino al trabajo. Nadie tenía poderes en aquella realidad… Y aún así resultaba tan familiar…
Hizo la prueba mientras caminaba hacia el instituto, mochila al hombro. Cerró los ojos e intentó saltar de vuelta.
Nada. Sonrió. Mejor así.
A su paso por la verja de entrada, lo vio. Esteban —y no tuvo ninguna duda de que se llamaba así en aquel sitio— remataba un balón que se estrelló en la red del equipo contrario. Sin atravesarla y hacer un agujero en la pared. Una simple patada, sin rayos, sin efectos especiales. Sin poderes.
Ahora estaban en igualdad de condiciones.
Aurora llegó en aquel momento, el cuaderno contra el pecho y los ojos brillantes, y corrió hacia el campo de futbito.
Espantadizo respiró hondo y se dirigió hacia ella con paso firme.
Esta vez lograría impresionarla.
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me gusta! tiene regusto watchmen, acidez y ternura…
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