Podría pasarle a cualquiera

(el siguiente cuento lo escribí para otra convocatoria del grupo cuentoyó —del que de verdad tendré que hablar en otra ocasión— cuyo tema era «Odisea», y refleja una parte infinitesimal de mi cariño y amor por los aeropuertos, que no por los aviones, ojo.)


Si Ulises hubiera tenido teléfono móvil, otro gallo habría cantado.

—Cariño, voy en el taxi camino del aeropuerto. Todo bien, hemos cerrado el trato. Llegaré a Los Rodeos a las nueve…… sí…… sí…… y yo a ti. Luego nos vemos, adiós.

Mientras hacía la cola del control de seguridad, Aude recordó sus propias palabras y sonrió con amargura. Qué ingenua había sido. ¿Cuánto hacía de aquello? ¿Quince días? ¿Veinte? Al menos siete desde que había tenido que empezar a reciclar la ropa interior, lavándola en los baños de hoteles y estaciones.

Desde aquel momento todo había ido de mal en peor. La autopista, completamente colapsada, fue sólo el comienzo. Tras una carrera enloquecida por el aeropuerto había conseguido facturar su maleta, sólo para descubrir, minutos más tarde, que a un volcán islandés de nombre impronunciable le había dado por entrar en erupción esa misma mañana.

Lo que siguió fue un caos. Los monitores mostraban información confusa, cancelando vuelos para después retrasarlos y volver a cancelarlos; los cientos de viajeros pronto se convirtieron en miles, agolpados a la espera de un milagro que les permitiera reemprender sus viajes o saturando taxis y autobuses, lanzados a la locura del viaje por tierra.

Era como si algún dios caprichoso se empeñara en impedir su regreso a casa.

Tras recoger de nuevo su maleta de la cinta transportadora y liarse un cigarro que se fumó en el correspondiente ghetto del aeropuerto,  Aude encontró un hueco en la barra de un Medas. Se estaba tomando una caña para aclararse las ideas y decidir su rumbo de acción cuando él se sentó a su lado, whisky de malta en ristre.

—¿Cómo termina una chica como tú en Glasgow, atrapada por las cenizas del Ey… Eyj… vaya, cómo se llama este estúpido volcán?

El mismísimo Eduardo Castilla.

Aude se atragantó y se puso colorada, lo que provocó una confiada —y encantadora— sonrisa en el rostro del actor. Incluso le perdonó la gastada frase.

—Eyjfoll… Eyjfulluyn… ¡Bah, Yo que sé! —contestó, y ambos se echaron a reír.

Con aquellos ojos grises en los que daba tanto gusto perderse, Eduardo Castilla le contó que acababa de rodar una superproducción y no tenía prisa por volver a casa. La invitó incluso a pasar unos días en su mansión en Hollywood. Ella lo miraba embobada, sintiéndose la mujer más especial del mundo, y asentía mientras trataba de encontrar diferencias con el póster que durante años había decorado su habitación en casa de sus padres.

Sin embargo, el hechizo se rompió al poco, cuando una rubia espectacular pasó junto a ellos y el actor, aunque con el disimulo que da el callo, no pudo evitar volver ligeramente la cabeza y alzar las cejas ante la potencial presa.

Aude sacudió la cabeza al tiempo que pensaba en su Penélope —su marido se enfadaría si la oyera referirse a él así— y en su Telémaco, que esperaban su regreso pacientemente en Ítaca, allende los mares.

No, ya había tenido bastante de aquella sirena.

Holiday Inn, habitación 312 —dijo con su parpadeo más seductor—. Te espero allí esta noche…

Y se marchó, dispuesta a registrarse en cualquier otro hotel y deseando con todas sus fuerzas que aquella noche Eduardo Castilla tuviera un divertido incidente con algún aceitado culturista a punto de irse a dormir.

Una vez en la habitación del hotel descubrió con impotencia que su cámara de fotos y las dos botellas de Balvenie doce años habían desaparecido de su maleta durante su inútil viaje por las entrañas del aeropuerto. De modo que al día siguiente compró una caja de bombones suizos, una jeringuilla y el laxante más potente que pudo encontrar en la farmacia. Terminada la operación, guardó los bombones en la maleta, que no cerró con candado, y se dirigió al mostrador de facturación, convencida de que en breve el mundo sería un lugar una pizca más justo.

Pero no le dejaron facturar. Ni ese día, ni al siguiente, ni al otro, ni al de más allá. Aude se familiarizó hasta tal punto con las barritas de chocolate de las máquinas del aeropuerto que habría podido recitar de memoria las propiedades y el aporte energético de un Mars, un Double Decker, un Boost o un Wispa.

Hasta que, al sexto día, se hartó, cogió un taxi a la estación de tren y compró un billete hasta el continente. La nube se extendía entonces por el norte de la península ibérica —Bilbao, Asturias y Santander habían cerrado—, y todo dependía de que ella llegara a algún aeropuerto con vuelos a Tenerife antes que la alargada sombra del encolerizado dios.

De los siguientes días le quedaron recuerdos vagos y mezclados, en su devenir por Francia y España, de estación en estación. Cigarros liados y fumados a toda prisa en el gélido exterior, cabeceos en asientos diseñados por algún sádico y delicatessen “recién hechas” en ejércitos de cafeterías clónicas. Ante el avance de la nube, que ya amenazaba Barajas, Aude decidió continuar hasta Cádiz con la intención de coger un barco si todo lo demás fallaba.

Sin embargo, en cuanto se enfrentó al mar supo que habría sido incapaz de subir a bordo de embarcación alguna. Resultaba irónico que viviera en una isla y tuviera miedo al agua. “Vaya una Ulises de pacotilla”, había pensado con una mueca de frustración.

Pero todo eso ya había quedado atrás. Ahora, a punto de pasar el control de seguridad del aeropuerto de Jerez de la Frontera, mientras se tapaba una mancha de chocolate en la solapa con la manga de la chaqueta, al fin tenía la certeza de que pronto llegaría a casa.

—Esta vez parece que sí, cariño….. ¡Sí, por fin! Estoy reventada, y creo que tengo algo de fiebre….. No, no será nada. Oye, tengo que pasar el control. Sí, a las ocho y media….. Te veo luego. Te quiero.

Aude colgó, puso el móvil en la bandeja junto con el bolso y el maletín del portátil y pasó el detector de metales. Estaba a punto de recoger sus cosas cuando un fornido pecho de color verde se interpuso en su camino.

—Disculpe, señorita, ¿es suyo este bolso?

Alzó la vista. El guardia civil tenía cara de pocos amigos.

—Sí.

—Parece que lleva usted un mechero. ¿Le importa abrirlo?

—No, no, ¿por qué iba a importarme? —musitó con sorna al tiempo que tiraba de la cremallera.

—No están permitidos los mecheros, señorita. Y… oh, lleva papel de fumar…

—Sí. Fumo tabaco de liar.

—¿Y el tabaco?

—Se me ha acabado. Tiré la bolsa a una papelera en la puerta de la terminal. Mire,  mi vuelo sale dentro de una hora, estoy cansada; lo único que quiero es llegar a casa y…

El guardia la miró de arriba abajo mientras Aude se alisaba las arrugas de la falda, incómoda y plenamente consciente de su aspecto sucio y desaliñado.

—Mire, ¿de verdad cree que si llevara hachís llevaría también papel de fumar? ¡Por Dios!

—Ya. ¿Me permite la tarjeta de embarque? Manu, ¿dónde está Gloria? Dile que la espero en la sala 2. Toma, que traigan esta maleta. Señorita, me temo que tendrá que acompañarme.

¡Los bombones! Si lo descubrían, pensó con un escalofrío, la acusarían de un delito contra la salud pública. Caminó junto al guardia, enjuagándose el sudor frío que le recorría la frente tan disimuladamente como pudo.

Media hora después, una agente de la guardia civil la cacheaba bajo hileras de fluorescentes que conferían a la pequeña sala un ambiente aséptico, como de hospital. La mujer le pidió después que se desnudara y abriera las piernas. El guante de goma chirrió al ajustarse, un desagradable preludio a lo que vino después. Mientras era inspeccionada, Aude juró no volver a viajar en avión, aunque aquello supusiera obligarse a superar su fobia al mar.

Vestida de nuevo y algo dolorida, tuvo que soportar la humillación de ver toda su ropa sucia esparcida por el suelo y olisqueada por un perro, al tiempo que rezaba porque al animal no le diera por comerse un bombón como recompensa por su labor policial.

Cuando acabaron, sus disculpas sonaron tan rutinarias como los “buenos días” de la cajera del supermercado. Se llevaron de nuevo su maleta a facturación, y Aude llegó la última a la puerta de embarque, a la carrera.

Ni siquiera protestó cuando le impusieron una tasa extra, allí en la misma puerta de embarque, porque el avión iba muy lleno y no había sitio para el maletín de su portátil, que además tendría que llevar bajo el asiento.

Hora y media más tarde, el avión efectuaba un aterrizaje de emergencia en el aeropuerto de Casablanca. Un terrorista, armado con una botella de Bacardi, un mechero y un fajo de Holas, Cuores y Diez Minutos —todo ello comprado en el Duty Free—, había pensado que la mejor manera de animar el vuelo era encender una bonita hoguera al grito de “Allah’u akbar”, antes de ser reducido y casi linchado por el pasaje.

Sentada en el suelo, esperando a que saliera su maleta, Aude contempló exhausta cómo se llevaban esposado al terrorista. Luego encendió el móvil y le mandó un mensaje a su marido, explicándole la situación.

La respuesta le llegó dos minutos después. Sólo que no era para ella.

“Tampoco llega hoy.L niño sta cn su abuela.T spero ansioso.Trae chmpán xo no copas, lo lameré directmnte d tu cuerpo…;)”

Aude parpadeó, incrédula.

Si Ulises hubiera tenido teléfono móvil, otro gallo habría cantado, seguro.

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Acerca de Miguel Santander

Tras el Horizonte de Sucesos
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6 respuestas a Podría pasarle a cualquiera

  1. "El Bicho" dijo:

    Real como la vida misma. Cierto es que todavía no me he encontrado con el caso del «terrorista» pero, tiempo al tiempo. Muy bien escrito, como siempre.

  2. Gracias, y esperemos que no te encuentres con el caso del «terrorista»… 🙂

  3. Pilar Guerrero dijo:

    Relatas bien, es entretenida tu prosa y aunque no viajo mucho en avión, no me cuesta imaginar a Aude e identificarme con ella. Me alegra haber encontrado tu blog!

    • ¡Muchas gracias Pilar! Se agradecen mucho comentarios así, le llenan a uno de ánimo para seguir escribiendo. ¡Eso sí, espero que tampoco dejen de caer los comentarios negativos (constructivos, claro), que esos son los que le hacen a uno mejorar!

      • Pilar Guerrero dijo:

        Eso déjaselo a los críticos, o me esperas a que me convierta en una! Por ahora estoy en la etapa de aprender a escribir cuentos =) En todo caso, he leído varios blogs, y no digo algo sólo por cumplir…

  4. Pingback: Adictos | Tras el horizonte de sucesos

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