(Las autoridades navideñas advierten de que el siguiente cuento, acerca de la gestación del mito y escrito junto con Pablo Bonet, puede resultar bastante irreverente. Dicho lo cual, sólo me queda desearles felices fiestas, y un próspero año nuevo —o, tal y como están las cosas, que al menos no empeoremos más.)
«Si la Virgen María hubiera vivido en tiempos de Obama, sin duda habría abortado.» Chuck Norris
Su marido José, como era justo y no quería ponerla en evidencia, resolvió repudiarla en secreto.
Encorvado sobre el escritorio, el anciano depositó la pluma en el tintero y se pellizcó la frente con los dedos. Los recuerdos venían agolpados, mezclados con los testimonios de otros tantos que, como él, compartieron el privilegio de conocer al Maestro. Luego prosiguió con la primera historia, la última que escribiría, aquella que tantas veces le habían relatado y cuya sola idea de escritura tan indigno le había hecho sentir, al saberse incapaz de plasmar, de su humilde pluma, el prodigioso milagro que se había obrado por gracia del Señor.
Así lo tenía planeado, cuando el Angel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: «José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que ha sido engendrado en ella proviene del Espíritu Santo.»
La suave luz de la vela osciló con los insistentes golpes a la puerta. Se levantó, entre aturdido y atemorizado. Hacía tan sólo dos años que Tito Flavio había marchado sobre la cercana Jerusalén, arrasando el templo a su paso, y los rumores que corrían acerca de soldados llevándose judíos de sus casas en mitad de la noche, aunque seguramente infundados, seguían helándole a uno los huesos en ocasiones como aquella.
El anciano se enfundó en el jubón de borrego y se dirigió con paso vacilante hacia la puerta.
—¿Quién sois, a estas horas de la noche? —inquirió a la madera.
—Abrid, Mateo, ¡abrid la puerta!
El anciano reconoció la voz de su criado y abrió de inmediato. Una brisa gélida penetró en la habitación, extinguiendo la luz de un soplo.
—Samuel, hijo mío, ¿qué ha ocurrido que os tiene tan excitado?
—Alguien quiere veros, Mateo… Ha venido todo el camino desde Siria para dar testimonio sobre el Maestro. Dice que es muy importante que hable con vos ahora.
—¿Y no puede esperar hasta mañana? ¿Qué hijo de Abraham no respetaría el descanso de un anciano?
—Ese es el problema, Mateo, que no es judío, sino Romano.
***
—Yo creo que es de ese legionario de ojos claros. Siempre está en la plaza del mercado cuando ella va a vender los bordados y siempre tiene miel para pagarle.
—Vamos, no sabes lo que estás diciendo —respondió Tobías bajando la voz y mirando a los lados—. Si fuera así, podría tener problemas con los zelotes, y aquí todo el mundo escucha.
—Entonces, ¿es que vas a creerte esa historia del mensajero del cielo? Si no la lapidan los zelotes, el sanedrín la condenará por blasfemar… ¡Del Espíritu Santo, nada menos!
—Pues a las viejas les ha servido, parece que están por creérselo, aunque sólo sea por evitar el escándalo —dijo Tobías apurando su vaso, y añadió con tono socarrón—. ¿Y tú cómo sabes que no es tuyo? ¿Me vas a decir que eres el único que no ha probado la mercancía antes de comprarla?
—¡Eh! ¡No puedes hablar así de María! Es mi prometida y la amo…
—Vaya, no hay quien te entienda. Llegas furioso con ella y ahora la defiendes… Acéptalo, José, te ha sido infiel. Puedes repudiarla en secreto o en público, o hacer lo que te parezca —Y añadió—: Pero te doy un consejo de amigo: por el bien de todos, deja al romano fuera de todo esto.
***
La posada estaba a las afueras de Betania, completamente apartada del núcleo de la aldea. Mateo ascendió la colina jadeando y llamó a la puerta. Le estaban esperando. Con gesto diligente, un sirviente le condujo por el pasillo hasta una habitación, donde la ajada figura de un anciano dormitaba entre delirios, la cabeza reposada sobre un almohadón de pluma de oca.
Algún tiempo después, Mateo aún recordaría la impresión que le causaron las innumerables arrugas, pliegues y lunares de aquella piel, y sobre todo, los lóbulos de las orejas, que se descolgaban casi hasta la barbilla.
Y sin embargo, aquel sobrecogimiento no había sido nada comparado con el que había sentido instantes después, cuando aquel romano de extrema vejez abrió los ojos para mirarle.
Era él. El mismo azul celeste, la misma mirada, que, aunque ahora vidriosa, le había mirado tantas veces, llenándolo de gozo.
¿Era posible? ¿Era posible que hubiera vuelto de nuevo a la Tierra?
—Ma… Maestro —murmuró Mateo, incrédulo.
El viejo negó con la cabeza.
—No soy vuestro Maestro —un ataque de tos le obligó a incorporarse—. Mi nombre es Marco Séptimo Falco. Fui centurión en la guarnición de Jerusalén.
Mateo parpadeó sin comprender.
—¿Qué hacéis aquí?
El hombre se echó de nuevo, dejando un rastro de cercos sanguinolentos sobre la sábana. Un criado se apresuró a prepararle una infusión balsámica.
—Llegó a mis oídos que estáis escribiendo la Palabra de vuestro Maestro y yo… —se llevó la mano al pecho y su rostro se descompuso en una mueca de dolor— yo no podía soportar la idea de morir sin que se sepa la verdad.
—¿Qué verdad? —dijo Mateo con voz temblorosa.
El anciano extendió la mano y aceptó el cuenco de manos de su sirviente.
—Ah, con miel, gracias —su mirada pareció perderse, y sonrió levemente—. A María le encantaba la miel.
***
María agachó la cabeza ante la expresión furibunda de su prometido. Sólo pudo murmurar en voz baja:
—Lo siento…
José se enfadó aún más y gritó:
—¡Cómo has podido! ¡Yo estaba dispuesto a trabajar duro para hacerte feliz! ¿Es que no soy suficientemente bueno para ti?
—No se trata de eso, José, claro que eres bueno… Simplemente, no pude evitarlo. La idea de atarme a un hombre para toda la vida me da mareos, aunque seas tú y te quiera mucho. Y esa es la verdad: te quiero.
—¿De verdad esperas que te crea cuando me dices ahora que me quieres? —su voz sonaba distinta, como si quisiera disimular cierta alegría de oírlo, pero enseguida recuperó el enfado—. Y esa historia del Espíritu Santo… ¿No se te ocurrió nada mejor? ¡Qué vergüenza estoy pasando!
—Estaba desesperada, esa era la única cosa que los mayores respetarían: una señal de Dios. Lo siento —repitió.
José se levantó del banco y se dirigió a la puerta con determinación. Antes de cruzar el umbral, dijo:
—No te voy a repudiar. No en público. Pero no quiero saber nada más de ti. Adiós.
María no dijo nada más y se quedó mirándolo con gran tristeza en el semblante. José se marchó.
***
Mateo abandonó la posada sin despedirse siquiera. Las lágrimas se le agolpaban en los ojos y los pensamientos en la cabeza mientras se dirigía a toda prisa hacia su casa.
No podía ser. Se negaba a aceptar lo que acababa de escuchar.
Abrió la puerta de par en par y entró como una exhalación. Ayudado por una vela que encontró en el dormitorio, rebuscó entre todos sus pergaminos hasta encontrarlos.
Desenrolló ambos con cuidado, y los leyó.
Replicó el centurión: «Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; una palabra tuya y mi criado quedará sano.»
Sí, ahí estaba. Un poco más adelante…
Y dijo Jesús al centurión: «Anda; que te suceda como has creído.» Y en aquella hora sanó el criado. Y respondió el centurión: «Oh, Señor, por favor aceptad esta miel, llevadla a vuestra madre como símbolo de mi gratitud por el fruto de su vientre.»
Mateo se llevó la mano a la boca, y a duras penas consiguió leer el otro pergamino, el de la crucifixión.
Por su parte, el centurión, que estaba guardando a Jesús, rompió a llorar desconsolado.
¿Acaso era posible? ¿Podía ser que María no hubiera sido tocada por la gracia del Señor? ¿Podía ser que el Maestro no fuese hijo de Dios, que fuese hijo de un… romano? Sacudió la cabeza. El sólo hecho de pensarlo, de imaginarse a María con aquel hombre le repugnaba.
¿Dónde dejaba aquello al Maestro? ¿Dónde dejaba aquello a sus enseñanzas, que habían iluminado las vidas y los corazones de tanta gente, incluido él mismo?
No. Tendría que corregirlo.
Despacio, tomo el primer pergamino y raspó la referencia a la miel y el regalo del centurión hasta que de la tinta no quedó ni una huella. Después, raspó las palabras del segundo fragmento y escribió:
Por su parte, el centurión y los que con él estaban guardando a Jesús, al ver el terremoto y lo que pasaba, se llenaron de miedo y dijeron: «Verdaderamente éste era Hijo de Dios.»
***
—¡Hijo de Dios…! No podía ser más soberbia…
Podría haber dicho que era hijo suyo. Claro que eso habría sido admitir que habían transgredido las normas, que había conocido a su legítimo prometido antes de casarse. Inaceptable. María con su aura de pureza y su rostro de querubín no podía permitirse decepcionar a sus mayores siquiera con ese pequeño pecado.
Llevaba dos días sin trabajar en su taller. Los encargos se le acumulaban y los clientes estaban descontentos. Pero a él no le importaba, porque pensaba que algo mucho más importante en su vida estaba a punto de echarse a perder para siempre. ¿Qué podía hacer? No le gustaba la idea de que María se hubiera acostado con otro, desde luego, pero lo peor era la sensación que le producía saber que no iba a ser su mujer, que nunca iba a acostarse con ella, que sus problemas y sus alegrías nunca iban a ser asunto suyo. La casamentera había hecho bien su trabajo: estaba enamorado.
Por otro lado, no podía hacer la vista gorda. Todo el mundo sabría que estaba embarazada del hijo de otro. La vergüenza sería insoportable si lo pasara por alto y nadie lo tomaría en serio en aquella sociedad de devotos y conservadores en que le había tocado nacer. Después de todo, él era de la familia del mismísimo Rey David. Pobre, pero digno.
¿Cómo iba a seguir adelante sin ella?
De repente, José se levantó del jergón en el que se había pasado cavilando todo el tiempo. Sin pensar demasiado, se dirigió a la casa de Joaquín, al otro extremo de la aldea. Atravesó la puerta sin llamar y se encontró a toda la familia reunida en torno a la mesa. Delante de todo el mundo, se dirigió a María:
—Lo he visto con mis ojos: el mensajero de Dios vino a mi casa anoche cuando dormía y me lo contó todo. Perdóname, perdona por haber dudado de ti y de tu pureza.
El semblante de María se iluminó de gozo.
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Muy buen cuento, (bienvenido al lado oscuro de la… conspiración), otros con mucho menos se han inventado bestsellers millonarios.
Por otro lado tiene las mismas bases históricas (registros escritos o arqueológicos de la época) que el original…¿no? 😉
Felices fiestas -de solsticio- y buen año nuevo.
Está muy bien escrito, y conmueve. De hecho, como visión alternativa lo encuentro muy respetuoso, en serio! Y eres un gran escritor.
Objetar como católico: María era judía, nunca se le ocurriría hablar del Espíritu Santo. Si se hubiera «inventado» una señal sería solo la visita del arcángel, o una voz… Pero no entraría «a saco Paco» con la Santísima Trinidad. Por otro lado, quedan más visitas angélicas, jeje, ¿los pastores?, ¿la huida a Egipto?, ¿los milagros de Jesús-hijo de romano?
Un saludo!!!
Hola Unucuadio!
Muchas gracias, aunque la culpa en este caso es tanto mía como de Pablo Bonet… Me alegra que se pueda leer sin que resulte ofensivo, la idea era dar una visión alternativa de cómo pudo ocurrir en clave de humor. Lo mismo se podría hacer con otras visitas angélicas, desde luego :p
¡Buen apunte el de la Virgen hablando del Espíritu Santo! Tomo buena nota para cuando lo revise 🙂
Saludos!
Hombre, no resulta ofensivo… salvo porque dudas de la María (que, por cierto, en el relato, además de engañar a Jose, parece un poco «tonta» con tanto se le ilumina o se le queda triste el semblante), si salvaguardaras el «honor» de la palabra de María, supongo que ya no me quedaría nada por reprochar… Aunque lo de la virginidad de María lo creemos los católicos, para algunos protestantes es «la prostituta de Babilonia», un insulto que me duele de veras (por lo menos, tratas el tema con más respeto).
Un saludo!!!