El Duelo

(El siguiente relato lo escribí junto con Pablo Bonet. Debía estar ambientado en el Salvaje Oeste, un género muy poco explotado en literatura por estos lares, y nos resultó simpática la idea de rescatar los elementos del Spaghetti Western y hacer un relato al uso. Lo que quiero decir, claro, es que la lectura gana si se hace en las mismas condiciones en que fue escrito, es decir, escuchando clásicos del Oeste de Ennio Morricone e imaginando a Clint Eastwood con la voz de Constantino Romero, a poder ser , en el papel de S. W. Morgan. Pero no me enrollo más; que lo disfruten).

La puerta del burdel se abrió de par en par y un hombre salió apresuradamente a la polvorienta calle. Su sombrero cayó al suelo, pero no se detuvo a recogerlo. La canana y la cartuchera con el Peacemaker le colgaban del hombro y aún intentaba subirse los pantalones y abrocharse el cinturón cuando el segundo hombre emergió del burdel, revólver en mano.

—¡Da la cara, cobarde! —le gritó bajo el ala marrón del sombrero al tiempo que disparaba al aire.

Se oyó un chillido desconsolado y una joven encorsetada salió a la calle. Los tirabuzones oscuros le cubrían el rostro mientras lloraba y suplicaba entre suspiros:

—¡No, no! Parad, parad, os lo ruego… Horace, te juro que ha sido la última vez… No… ¡no lo mates!

Uno o dos curiosos salieron del bar frente al burdel y se apostaron entre las columnas a una distancia prudencial. Pronto se les sumó otra docena de personas que observaban la escena fisgando desde las ventanas y los callejones de alrededor.

Otra bala silbó y levantó una nubecilla de polvo junto al primer hombre, que se quedó paralizado.

—¡Vamos, no mataré a una rata desarmada!

—¡No, por favor, no lo mates…!

El hombre miró al frente. No tenía dónde correr. Temblando, alcanzó el Peacemaker, lo extrajo de la funda y lo amartilló con disimulo mientras se volvía.

Un penetrante silencio cubrió el valle durante un momento que pareció interminable.

—Menos mal —dijo el del sombrero—. ¡Ya pensaba que eras un cobar…!

El estruendo del disparo ahogó el grito, que el segundo hombre jamás llegó a completar. Sus ojos brillaron por un instante bajo el ala del sombrero y se desplomó en el suelo.

oOo

El tren se detuvo con un quejumbroso chirrido en la estación de Little Junction, antes de continuar su marcha hasta Albuquerque. S. W. Morgan se caló el Stetson de ala recta, se estiró la levita y trató de apearse del vagón, lo que al principio le resultó imposible debido a la criada negra de gesto desagradable que taponaba la puerta del vagón con los seis o siete baúles que subía, uno a uno, del andén.

La negra gruñó ante el «si me disculpa» de Morgan y volvió la cabeza hacia los baúles; tras ella, el hombre pudo ver a la dueña (pues no habría podido ser sino una mujer) de tan voluminoso equipaje. La joven no pasaría de los veinticinco; la melena, morena y ondulada, caía sobre unos pómulos que se sonrojaron al ver a Morgan. Ladeó la sombrilla con gracia y le dedicó una sonrisa mientras la criada terminaba de subir las maletas y desaparecía en el interior del vagón.

Tras recrearse en la silueta de la joven dama cuando ésta subía los peldaños, Morgan sacó su caballo del vagón de animales, montó y se fue directo a la oficina del sheriff.

—¿Sheriff Hutchkinson? —dijo cuando el oficial abrió la puerta.

—¿Y usted quién es? —fue la respuesta. El hombre rondaría los cincuenta, tenía un aspecto de lo más desaliñado y el aliento le apestaba a bourbon. Si el pulcro aspecto urbano de Morgan le producía repulsión, la disimuló bien.

—S. W. Morgan —contestó, y le tendió su tarjeta—. Trabajo para seguros Kaufmann & Kaufmann.

—¿Qué demonios se le ha perdido a una aseguradora en un agujero como éste?

Morgan no esperó a que le invitara a pasar. Franqueó la puerta y se paró frente al escritorio del sheriff. En la pared contraria había una pequeña celda en la que un reo musitaba, sentado con la cabeza entre las manos. Se volvió hacia el sheriff.

—Howard James. ¿Lo conoce?

El sheriff se encogió de hombros.

—Jamás había oído ese nombre.

Morgan desdobló entonces el papel con el retrato y se lo mostró. El sheriff lo estudió un momento.

—¿Howard James? ¡Qué va a ser éste Howard James! —exclamó dando golpecitos al grabado—. ¡Que me aspen si no es Horace Jeffries!

El prisionero levantó la cabeza como si hubiera oído una tonada de armónica del mismísimo diablo y miró el retrato con los ojos fuera de sus órbitas.

—Horace Jeffries… —logró balbucir.

—Llega tarde —añadió el sheriff—. Está muerto. Lo enterramos esta misma mañana.

De modo que el telegrama no mentía. Morgan suspiró e intentó disimular la irritación que aquello le producía.

—¿Qué ocurrió?

El sheriff señaló con la cabeza hacia el reo.

—Pregúnteselo a él.

Morgan se volvió hacia el prisionero, que se asustó y cayó sentado en el banco de madera.

—Yo… yo no quería disparar, se lo juro, jefe.

Miró la mesa contigua al escritorio del sheriff, donde descansaban una canana llena de cartuchos y un revólver.

—¿Con esto?

El prisionero asintió. Morgan lo tomó y lo sopesó con cuidado.

—Un Colt Peacemaker. Bonito revólver… ¿Cómo te llamas?

—Jimbo —contestó el otro tragando saliva.

—Cuéntame qué ocurrió, Jimbo.

Y sostuvo el revólver frente a él, abriendo la portezuela del orificio de introducción de cartuchos. Oyó el «clic» del tambor al girarlo lentamente, mientras escuchaba a aquel pobre diablo relatar su historia. Aquel desgraciado que se había cobrado, sin saberlo, una pieza que le pertenecía por derecho propio desde hacía dos años.

—Yo… estaba con Gabrielle en… bueno, ya sabe, en el burdel. Me despertaron los gritos de ese energúmeno.

Morgan giró otra posición. Clic. Y otra más. Clic.

—Horace Jeffries…

—Sí. Entró en la habitación como si se hubiese vuelto loco y se puso a insultar a Gabrielle. Ella comenzó a llorar. «Yo te enseñaré lo que le ocurre a tus clientes cuando te enamoras de ellos», dijo, y me soltó un puñetazo. Yo… apenas tuve tiempo de salir de allí. Y en la calle… bueno, él me obligó a enfrentarme a él… Y luego, esa… ¡esa zorra fue a llorarle a él, a su chulo nada menos, y no volvió a hablarme! Yo creía que… yo creía que había algo sincero entre nosotros…

—¿Y estaba muerto?

Otra posición. Clic. Y otra más, clic, hasta completar las seis. Vacío.

—Desde luego —intervino el sheriff—. Yo mismo levanté el cadáver.

—¿Usted? ¿No esperó al juez?

—Mire, Morgan, o como se llame. Si tuviéramos que esperar a que venga el juez de Tucson cada vez que hay una pelea por aquí, los buitres no podrían ni volar de tanto atracón. No, no. El juez está muy ocupado con sus cacerías de bisontes y esas cosas de jueces al otro lado de San Pedro River —y rompió a reír—. Pero seguro que este infeliz estará contento de conservar el pellejo unos días más, hasta que se digne a aparecer por aquí y colgarle.

El sheriff hizo una pausa para pegar un trago de la petaca sobre su mesa.

—Además, ¿qué importa? Horace Jeffries o Howard James… tan sólo un desgraciado menos en el mundo, al que seguro que nadie echa en falta…

Sheriff y reo se sobresaltaron ante el puñetazo en la mesa. La petaca cayó al suelo con un sonido metálico.

—No tenéis ni idea de a quién has liquidado… ¿eh, Jimbo? —dijo Morgan, escogiendo las palabras y procurando contenerse—. Howard James, el ladrón de bancos. ¡Howard James, el maestro de las cajas fuertes! Seis golpes en los últimos dos años. Doscientos mil dólares de pérdidas para Kaufmann & Kaufmann.

—Pues si venía usted a quitarlo de en medio ha hecho el viaje en balde —le espetó el sheriff.

—No —gruñó Morgan—, si puedo encontrar el dinero.

oOo

La calle del burdel estaba desierta. Morgan se imaginó el tiroteo según se lo habían relatado y sacudió la cabeza.

Aquel idiota lo había matado de verdad.

Franqueó la entrada del edificio. Quizá la mujer podría darle una pista que lo llevase al dinero. Cinco minutos más tarde, se aclaraba el gaznate con un whisky frente a la chimenea de la sala interior, rodeado de bellezas.

—Quisiera ver a Gabrielle.

—¿Gabrielle? —dijo una rubia con ademanes de gata—. ¿Es que yo no te parezco suficiente, forastero?

—¡Sí, ella te hará olvidar a Gabrielle! —rió otra enfundada en un corsé azul que le hacía juego con los ojos.

Morgan se puso de pie y se dirigió a las escaleras que subían a las habitaciones.

—¿Dónde está Gabrielle?

Las chicas murmuraron entre risas ante la falta de paciencia de Morgan.

—Arriba, tras la puerta roja —dijo una tercera que se hacía la manicura en un sillón cercano—. Pero llegas tarde, querido. Gabrielle se fue esta misma mañana.

—Ay sí. La pobre Gabrielle… No pudo soportar que mataran a su enamorado delante de ella.

—¿Su enamorado?

—Sí, ese Jeffries —dijo la rubia felina—. Siempre fue muy amable con ella. Lástima que llevara tan mal que se acostara con otros.

—Ay, el amor… —suspiró la de la manicura.

—¿El amor? —contestó la de azul—. Qué ingenua. Gabrielle no paraba de repetir que cualquier día de estos lo dejaba, que estaba ahorrando para pagarle a Madame DeVereaux las ganancias de un año, dejarlo e irse a trabajar la tierra con algún irlandés al que dar hijos.

—¡Y vaya si ahorró! ¡Lo suficiente como para comprarse también un traje de señorita con su sombrilla y todo y contratar a una criada negra para llevarle los bultos!

Morgan entrecerró los ojos. La mujer. La mujer del tren a Albuquerque. ¿Podía haber sido un plan suyo para hacer desaparecer a James y quedarse con el botín?

—¿Es que el sheriff no la retuvo? Una testigo presencial en un…

—¿El sheriff? ¡Ese ya tiene bastante con lidiar con su propia mujer!

Las chicas estallaron en risas.

—Sí, a esa de repente le ha dado por gastarse una fortuna en joyas traídas de Nueva Orleans.

—Eso, ¿os habéis fijado en ese colgante nuevo? ¿Dónde se ha visto que la mujer del sheriff vista mejor que la del alcalde?

Desde luego. Dinero. Por eso Hutchkinson la había dejado marchar. Pero, ¿cómo lo había hecho? ¿Realmente James había sido tan estúpido como para dejarse matar por una puta?

Aún le faltaban piezas. Sacó el reloj de cadena del bolsillo y lo consultó. Las siete menos cinco.

—¿A qué hora sale el siguiente tren para Albuquerque?

—A las siete y media. ¿Es que ya te has aburrido de nosotras?

Morgan no contestó. Sin mediar palabra, subió los escalones de dos en dos hasta encontrar una desvencijada puerta de madera pintada de rojo.

La puerta estaba cerrada, pero la patada de Morgan hizo que los goznes cedieran y la madera se estrellara contra el suelo. No estaba vacía; la chica pegó un chillido y se cubrió con la sábana, y el hombre saltó de la cama, asustado.

—Tú. Largo.

Ambos obedecieron sin rechistar. Morgan registró la habitación de arriba a abajo, con la vaga esperanza de encontrar el dinero o alguna pista que le llevara a él. Abrió los cajones, que no contenían más que ropa de la chica nueva, vació la papelera del rincón y miró sobre el dosel de la cama.

Nada.

Y entonces reparó en el atizador que estaba apoyado en un rincón. Miró a su alrededor, pero no vio chimenea alguna, lo que le hizo fruncir el ceño. Las espuelas de sus botas tintinearon cuando comprobó cada tablón del suelo y al fin, tras un par de minutos, dio con el inconfundible sonido a hueco junto a la pared.

Lo examinó. Además, de hollín, tenía una mancha seca de una sustancia de color chocolate. Morgan frunció el ceño, halló un hueco en la madera al final del tablón, introdujo el mango del atizador e hizo palanca.

El tablón crujió y saltó, revelando un pequeño compartimento. Morgan se agachó, estiró la mano y sacó, uno a uno, cinco cartuchos del .45. Aquellas eran las balas que no estaban en el revólver de Jimbo. Las balas que Gabrielle le había quitado, seguramente mientras dormía.

El corazón se le aceleró ligeramente ante lo que aquello podía significar. Lo siguiente que extrajo confirmó su nueva sospecha: se trataba de una caja de balas de fogueo de las que usaban en los ranchos para intimidar a los cuatreros.

Por eso el sheriff no había llamado al juez. Porque no había habido crimen alguno. Tan sólo tenía que asustar al pobre idiota de Jimbo poniéndolo unos días a la sombra.

Y, por si la caja no fuera suficiente, también había un bote de betún oscuro junto a unos trapos manchados.

Morgan sonrió de oreja a oreja.

—James, sabías que vendría, ¿eh? Así que disfrazado de criada negra… Viejo zorro, casi me engañas.

Se puso en pie, se estiró la levita y salió a toda prisa hacia la estación, rumbo a Albuquerque.

Algún día le daría caza.

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Tras el Horizonte de Sucesos
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