Los doscientos mil años de (casi) tranquila existencia de nuestra especie no representan sino un parpadeo en los 4.500 millones de años de historia del Sistema Solar. Esta falta de perspectiva nos lleva a una contradictoria ilusión: por un lado, tenemos la impresión de que nada cambia, de que seguiremos aquí dentro de millones de años, en un planeta parecido al que disfrutamos hoy en día. Y al mismo tiempo, en una flagrante contradicción, no dejamos de inventar profecías de un inminente fin del mundo, que, por supuesto, nunca llega.
Tan sólo la ciencia nos permite adquirir una perspectiva más amplia sobre la irrelevancia de nuestra especie en el Gran Teatro del Cosmos, sobre la extrema violencia de los fenómenos que rigen y moldean el Universo, y sobre el hecho de que el no haber sufrido un cataclismo que desemboque en una extinción masiva se debe, simple y llanamente, a que no hemos estado por aquí el tiempo suficiente.
La ciencia, que es la mejor herramienta (la menos mala, si se quiere) que tenemos para conocer y comprender la realidad que nos rodea, nos permite bucear en busca de rastros del fin del mundo, tanto en el futuro, con la muerte del Sol dentro de unos 5.500 millones de años, como en el pasado, con indicios de grandes cataclismos que asolaron nuestro planeta, y a punto estuvieron de extinguir la vida, cuando la hubo.
El primero de estos grandes cataclismos del que tenemos constancia no fue una extinción masiva, pues por aquel entonces probablemente aún no había vida alguna, debido a las condiciones extremas que imperaban en la superficie de la Tierra. Pero fue un suceso de proporciones apocalípticas que no dudaríamos en calificar como «fin del mundo».
Me refiero a la formación de nuestro satélite. Casi todas las evidencias apuntan a que la Luna se formó poco después que la Tierra, debido a un impacto de la joven Tierra con un planeta más pequeño, Theia. De un tamaño parecido al de Marte, Theia se habría formado en la misma órbita que la Tierra, en una zona que dejó de ser estable en cuanto el planeta adquirió suficiente masa. Así, tras dar varios ‘bandazos’, Theia acabó por colisionar con la Tierra, en el mayor impacto que nuestro planeta ha sufrido en toda su existencia. El choque puso en órbita parte de la corteza del planeta, que acabó agregándose en un lugar y condensándose hasta dar forma a nuestro satélite. No se pierdan la animación del siguiente vídeo, que cuenta este primer episodio (el poco texto está en inglés, pero creo que se entiende perfectamente sin necesidad de leerlo).
La recién formada Luna se enfrió poco a poco, y durante los siguientes 4.500 millones de años su superficie fue modificada, maltratada, arañada y moldeada por miles de impactos de asteroides que poblaban el primitivo Sistema Solar. Los primeros impactos fueron terribles, convirtiendo la corteza en mares de magma, pero a medida que la órbita se limpiaba de asteroides, los impactos con cuerpos grandes dejaron de ser tan frecuentes y la Luna «sólo» tuvo que soportar el cosquilleo de pequeños meteoritos mientras nos servía de escudo, hasta que su superficie quedó ‘picada de viruela’, tal y como la conocemos hoy.
Este segundo episodio puede verse en el siguiente vídeo. Les recomiendo ponerlo a la máxima resolución, apagar las luces y ponerlo a pantalla completa (visto en el gran Fogonazos).
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Muy chulos los vidios y como siempre, muy buen texto! Suerte en ese tribunal! 😉
¡Gracias Álvaro! Un abrazo.
Reblogged this on Julib3th's Blog and commented:
«…el no haber sufrido un cataclismo que desemboque en una extinción masiva se debe, simple y llanamente, a que no hemos estado por aquí el tiempo suficiente.»
Uno de tus escritores preferidos de ciencia ficcion dice —en El Martillo de Dios, creo—, que los puntos de Lagrange son los puntos mas interesantes del sistema solar. Clarke solia saber lo que decía. Y parece que son precisamente los puntos de Lagrange del sistema Sol-Tierra, las zonas que tu mencionas como las de acrección para nuevo planeta, los que hacen que esta teoría —relativamente reciente— de la formacion de la Luna sea además bastante plausible.
En efecto. Estuve tentado de mencionar que era un punto de Lagrange (L4), pero no quise liar la entrada innecesariamente. Los trataré en una próxima entrada, posiblemente un «En Cristiano».
Cierto lo de Clarke 🙂 No recuerdo si era en el Martillo de Dios, pero en algún sitio un personaje sugería como tema de una tesis doctoral el análisis de por qué hay más asteroides (troyanos) en L4 que en L5 (o al revés, no recuerdo) del sistema Sol-Júpiter…
Muy ilustrativo este gran acontecimiento que ha tenido una importancia fundamental para vida en el planeta y en la que inicia la dupla tierraluna.