(Con este artículo introductorio comencé en 2015 una colaboración con la revista Supersonic. Se trata de una serie sobre ciencia-ficción dura escrita en español que continúa a día de hoy. Mi intención es ir colgando aquí los artículos anteriores de la serie, para que estén a disposición de quien quiera leerlos. Este primero apareció en el #2. Que lo disfrutéis.)
Hablar de ciencia-ficción dura es un poco como hablar de Dios: todo el mundo tiene claro lo que es, pero a la hora de expresarlo en voz alta nos encontramos con que la idea del vecino es tan intolerablemente distinta a la nuestra que, con algo de mala suerte, nos veremos abocados a una suerte de guerra religiosa. Navegando por la red uno se encuentra con todo un abanico de definiciones que, aunque a primera vista puedan resultar similares, no son en absoluto lo mismo cuando se miran en detalle. Así, mientras que para la Wikipedia basta con que «conceda especial relevancia a los detalles científicos o técnicos de la narración», para el Sitio de Ciencia-Ficción, mucho más exigente, es «la que se sitúa en un marco físico coherente y en un entorno completamente respetuoso para con las teorías y conocimientos científicos y técnicos del momento de redactar la obra».
Lo malo de este tipo de definiciones es que, en cuanto uno les busca las vueltas, encuentra agujeros que el definidor seguramente no pretendía: por ejemplo, yo podría escribir una novela en la que las naves espaciales acelerasen hasta romper la barrera de la luz gracias a un extraño elemento, central en la trama, que describiría con minucioso detalle y enrevesada jerga científica, que ya con eso pasaría el filtro de la Wikipedia… y haría llorar, de paso, a todo físico que la leyese. Y en cuanto a la segunda definición, la más estricta, podría argumentarse que la Historia cómica de los Estados e imperios del Sol de Cyrano de Bergerac, en la que el protagonista viaja al Sol en una máquina dotada de una especie de paneles solares, no solo es la primera obra de ciencia-ficción sino que también pertenece a su vertiente más dura —es respetuosa con lo poco que se sabía entonces—, pero no es ése el verdadero problema: en realidad, las fronteras del conocimiento científico —en las que la especulación adquiere sentido— son tan difusas que a menudo los propios científicos sostienen agrias peleas para defender que su modelo, incompatible con el de su oponente, es el que mejor describe la realidad y es, por tanto, el que debemos pasar a considerar como «conocimiento». Seguir leyendo →